Cincuentenario 1968 – América Latina y el Caribe: el detonante cubano

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*Por Roberto MontoyaI

En el subcontinente americano como en Europa la izquierda de los 60 leía a los clásicos, a Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Mao, Gramsci, Mariátegui, pero también a contemporáneos como los vietnamitas Ho chi Minh o Giap, al Che Guevara, y también a Régis Debray, Frank Fannon, a Louis Althuser, Herbert Marcuse, Ernest Mandel, Pierre Frank, Livio Maitan, en busca de análisis, interpretaciones, recetas.

Era una búsqueda ansiosa y voraz de herramientas que permitieran definir la etapa que se vivía, la estrategia y las tácticas a seguir para enfrentar al omnipresente y asfixiante imperio estadounidense y las dictaduras militares criollas lacayas.

¿Movimiento o partido, autodefensa de las manifestaciones obreras, alianza de obreros y estudiantes, creación de organizaciones político-militares, insurrección o guerra de guerrillas, guerra del campo a la ciudad, revolución permanente?

Esas eran algunas de las muchas preguntas que se preguntaba el activismo, la militancia de izquierda, cuya vertiente más radical, clandestina y armada, fue tomando cada vez más protagonismo a partir de la segunda mitad de la década, a medida que la situación política y social se hizo cada vez más insostenible y la vida parlamentaria y las libertades democráticas fueron desapareciendo velozmente y las protestas sociales reprimidas brutalmente.

La revolución cubana, un inesperado nuevo faro mundial

Si la guerra revolucionaria de los vietnamitas se convirtió en un referente mundial desde mediados de la década del 60 y la ofensiva conjunta del Tet del Ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong sobre Vietnam del Sur lanzada a fines de enero de 1968 representó un impresionante estímulo para las luchas de liberación en Asia, África y América Latina, la revolución cubana triunfante produjo nueve años antes igualmente un brusco cambio geopolítico en plena Guerra Fría y un verdadero terremoto en América Latina y el Caribe.

La llegada al poder de los revolucionarios cubanos en la pequeña isla caribeña a escasas millas de Estados Unidos supuso un golpe en el tablero mundial y trastrocó el pulso entre la URSS y EE UU.

La gran mayoría de los PC de América Latina y el Caribe -con la excepción del de Colombia, Guatemala y Venezuela- seguían a pie juntillas la doctrina del socialismo en un solo país, de la revolución por etapas de la URSS y sus directrices de luchar por la coexistencia pacífica en alianza con la burguesía nacional.

El propio PC cubano, que pasó a llamarse luego Partido Socialista Popular, nunca se autocriticó de haber apoyado la dictadura de Fulgencio Batista entre 1939 y 1944, ni tampoco de haber calificado de putchista, “reflejo de una pequeña burguesía sin principios y comprometida con el bandolerismo”, el asalto al Moncada de 1953 de Fidel Castro y sus compañeros.

Solo en 1958, pocos meses antes del triunfo de la revolución cubana, el PSP autorizó a sus militantes a integrarse individualmente al Movimiento 26 de Julio, pero aún así y durante muchos años desde entonces, los estalinistas cubanos trataron de moderar el curso de la revolución.

El antagonismo de posiciones era evidente, los jóvenes revolucionarios cubanos habían derrocado la tiranía pro imperialista de Fulgencio Batista siguiendo una estrategia totalmente opuesta a la que pregonaba la URSS y los PC latinoamericanos fieles: la habían tirado abajo por medio de las armas.

Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Alan Ginsbergh, Graham Greene y cientos de intelectuales de todo el mundo, sociólogos, filósofos, escritores, periodistas, cineastas, fundamentalmente europeos y latinoamericanos, acudían a La Habana atraídos por ese nuevo faro antiimperialista a discutir con los revolucionarios cubanos sobre el camino a seguir a nivel económico, social, el modelo de sociedad, el hombre nuevo preconizado por el Che, el contexto regional y mundial.

Durante 1963-1964 tuvo lugar en Cuba un histórico debate sobre las soluciones económicas para la isla de gran importancia en el que participó el Che Guevara, junto a Ernest Mandel, Charles Bettelheim, Miguel Cossó, Alexis Codina, Joaquín Infante Ugarte, Alberto Mora, Luis Álvarez Rom, Mario Rodríguez Escalona y Marcelo Fernández Font, cuyo contenido, con nuevas aportaciones -incluso una de Fidel- fue publicado en La Habana en 2003.

En su libro Y Dios entró en La Habana, de 1998, Manuel Vázquez Montalbán recordaba: “En 1961 la Revolución cubana estaba mimada por la inteligencia de izquierdas del mundo y La Habana como el Moscú de 1920, fue la Meca de todos los violadores de códigos del mundo, que buscaban en Cuba a un nuevo destinatario social capaz de entender lo nuevo”.

Aquel idilio entre Cuba y los más comprometidos intelectuales europeos y latinoamericanos de ese momento sufriría una gran fractura al estallar en 1971 el caso Padilla, de la que ya nunca se recuperaría. La revolución perdió mucho con su extrema intolerancia ante la más mínima crítica que se formulara dentro de sus propias filas, así como la persecución desatada contra los homosexuales. En ese mismo año el Congreso Nacional de Arte y Educación calificó la homosexualidad como “una desviación incompatible con la revolución”. Esas y otras medidas alejaron de La Habana a mucha gente valiosa, medidas de las que solo muy tímida y parcialmente se autocriticaría el Estado mucho tiempo después.

Aquellos años 60 de cambio y esperanza en la región coincidieron con la década del boom literario latinoamericano, con las obras de comprometidos autores como Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y tantos otros.

El politizado cine latinoamericano vivía también su momento de auge.

El llamado Nuevo Cine Latinoamericano produjo valiosas películas, cortos y documentales; Revolución, La Sangre del cóndor o El enemigo principal, del boliviano Jorge Sanjinés; La hora de los hornos de los argentinos Fernando Pino Solanas y Octavio Getino; Dios y el diablo en la tierra del sol, del brasileño Gaubrer Rocha; Liber Arce y Me gustan los estudiantes, del uruguayo Mario Handler; El chacal de Nahueltoro, del chileno Miguel Littin.

Era un cine comprometido que se difundía en circuitos alternativos, con copias que se veían en muchos sótanos y casas particulares, en la clandestinidad, y del que se hacían eco festivales europeos.

Ese entonces llamado cine político rechazaba el mero espectáculo ofrecido por Hollywood y se reconocía en el cine de Eisenstein o Vertov pero también en el neorrealismo italiano de Visconti, Fellini, De Sica, Rosellini, De Santis, o en la Nouvelle Vague de Godard, Truffaut, Chabrol, Melville, Rohmer, Resnais, o en Bergmann.

El rebelde patio trasero de EEUU

Desde aquel enero de 1959 hasta el 68 la región ya había experimentado un gran cambio, se había convertido en un verdadero polvorín.

Los golpes de Estado militares fueron desde inicios del siglo XX una tradición en la zona, una interrupción violenta y constante de todos aquellos procesos democráticos que se atrevieron a perfilar planes reformistas que afectaran los intereses de las oligarquías criollas.

La mayoría de esos golpes estuvo bendecido cuando no instigado directamente por Estados Unidos, y apoyado en decenas de ocasiones por ataques de su flota naval -las famosas cañoneras- e invasiones terrestres de sus marines.

Ya en 1823 la Doctrina Monroe advirtió a los imperios europeos que América Latina y el Caribe eran zona de influencia de EE UU, y en 1846 el imperio naciente lanzaba contra México su primera guerra de rapiña en la región, terminando por arrebatar a ese país buena parte de su territorio original.

Fue la zona del mundo donde más intervenciones militares realizó EE UU desde poco después de convertirse en nación independiente.

La Guerra Fría hizo que EE UU intensificara aún más su actitud injerencista en lo que siempre reclamó como su patio trasero pero aún así no pudo impedir el triunfo de la revolución cubana en sus propias narices.

Poco después de la llegada al poder de los barbudos, Eisenhower ordenaba a la CIA preparar una amplia operación encubierta para derrocar al flamante gobierno revolucionario, a pesar de que el propio Fidel Castro decía públicamente en 1959 ante las cámaras de todo el mundo: “We are not communists”.

La CIA entrenó en Miami y en Guatemala a opositores y ex militares de Batista organizándolos en la Brigada 2506. John F. Kennedy continuó con los planes desestabilizadores al llegar a la Casa Blanca el 20 de enero de 1961.

Menos de tres meses después la Brigada 2506 atacaba con ocho aviones aeropuertos militares cubanos y la ONU hacía caso omiso a las denuncias de Cuba ante la Asamblea General.

Fue el 16 de abril, al día siguiente del ataque, cuando un enfurecido Fidel Castro declaró por primera vez públicamente el carácter socialista y marxista leninista de la revolución.

Solo un día después se iniciaba la invasión de Cuba, en Playa Girón y Playa Larga, con 1300 mercenarios de la Brigada 2506, escoltados por varios barcos y siete aviones estadounidenses B26.

El objetivo era crear una cabeza de playa donde constituir rápidamente un gobierno provisional al que inmediatamente pudiera reconocer EE UU y sus aliados.

El plan fracasó y tras tres días de intensos combates, las recién constituidas Fuerzas Armadas Revolucionarias, apoyadas por miles de milicianos, lograron derrotar a los invasores y capturar a más de 1100 de ellos.

Aquellos hechos conmocionaron al mundo y precedieron a la crisis de los misiles que se desataría en octubre de 1962, poniendo al mundo al borde de la III Guerra Mundial.

Aviones espía de la CIA descubrieron que la URSS había instalado poderosos misiles en Cuba apuntando a Estados Unidos. Tras diez días de extrema tensión mundial la crisis se resolvió con la retirada de los misiles por parte de Moscú, en unas negociaciones exclusivamente bilaterales entre la URSS y EE UU que La Habana siempre criticó a Krushov por haber sido marginada.

John Kennedy decidió implantar un férreo bloqueo a la isla para intentarla asfixiar económicamente, penalizando a todos los países que osaran comerciar y aprovisionar de cualquier producto a la isla.

Nada fue igual en la región a partir de esos acontecimientos. La llamada Doctrina de la Seguridad Nacional de Estados Unidos veía en cualquier movimiento social un potencial enemigo, un elemento subversivo, y por ello justificaba que los militares de la región impusieran su peso en las instituciones públicas.

Esta doctrina se cristalizó en una oleada de golpes militares de nuevo tipo en América Latina y el Caribe. En aras de la salvación nacional frente a un enemigo externo, el comunismo, la subversión, los militares pasaron a controlar en muchos países nuevas áreas, la economía, la política exterior o la cultura, imponiendo rectores militares en las universidades y censores en los medios de comunicación.

Ese mismo año 1962 la CIA preparó un golpe contra el presidente ecuatoriano, el reformista Velazco Ibarra, por mantener excelentes relaciones con el nuevo gobierno cubano.

A partir de ese momento los planes de contrainsurgencia se ampliaron más y más.

Estados Unidos redobló a partir de los años 60 los planes de adiestramiento militar, contrainsurgencia y formación para la tortura en la Escuela de las Américas (SOA en inglés) situada hasta 1984 en la zona del Canal de Panamá, por la que pasaron 61 000 alumnos, entre ellos muchos de los oficiales que después encabezarían golpes de Estado en distintos países.

En 1962 se sucedieron golpes de Estado en El Salvador y en Perú, seguidos en 1963 por otro golpe en Honduras y en 1964 en Brasil contra el presidente Joao Goulart, que se atrevió a anunciar una profunda reforma agraria y la nacionalización del petróleo.

En 1965 Estados Unidos invadió República Dominicana con miles de marines para impedir que se restaurara en el poder al progresista presidente Juan Bosch, derrocado en un golpe de Estado.

En 1966 tuvo lugar también un nuevo golpe de Estado militar en Argentina encabezado por el general Onganía, que derrocó al legítimo presidente Illia e instauró una dictadura durante siete años.

La intervención militar de la Universidad, con su punto más álgido en aquella Noche de los Bastones Largos, cuando el ejército entró violentamente en la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires golpeando con sus porras, destruyendo laboratorios y arrasándolo todo a su paso, acabó con la Reforma Universitaria que establecía un gobierno autónomo tripartito entre profesores, estudiantes y graduados.

La dictadura provocó la partida al exilio en el extranjero de miles de profesores y alumnos y obligó al paso a la clandestinidad de muchos activistas y militantes.

Ese mismo año Washington envió miles de boinas verdes a Guatemala para aniquilar focos guerrilleros y en 1967 desató en Bolivia una amplia operación para perseguir a la guerrilla que comandaba el Che Guevara al descubrir su presencia la CIA.

Tras negarle su apoyo el PC boliviano, la guerrilla del Che quedó aislada y sucumbió al férreo cerco del Ejército apoyado por boinas verdes estadounidenses y agentes de la CIA.

La muerte del Che el 8 de octubre de 1967 supuso un duro golpe para la revolución no solo en Bolivia sino en toda América Latina y el Caribe. Cuba decretó en su memoria 1968 como Año del Guerrillero Heroico. La UNESCO declaró por su parte 1968 Año Internacional de los Derechos humanos’.

La edición masiva de El Diario del Che en Bolivia trascendió las fronteras cubanas, provocó una verdadera conmoción. La famosa foto del Che que le hizo Korda fue convertida en cartel con fondo rojo por el artista irlandés de izquierda Jim Fitzpatrick, pasando a ser un símbolo presente tanto en el Mayo del 68 francés como en América Latina y en todo el mundo.

Tensión entre Cuba y la URSS

A pesar de que el gobierno de Fidel Castro por su propia subsistencia había pasado a ser cada vez más dependiente económica y militarmente de la URSS y de los países del Pacto de Varsovia y del COMECON, mantuvo en muchas ocasiones posiciones propias en política exterior que le llevaron a no pocas fricciones con Moscú.

La activa participación de las tropas cubanas en África; su apoyo a numerosas guerrillas latinoamericanas críticas con los PC locales, y su gran protagonismo en el Movimiento de No Alineados, provocó numerosas contradicciones entre los gobiernos de La Habana y Moscú.

Conocidas son las críticas del Che a la URSS sobre economía, sobre la burocracia, o su crítica por comprar a Cuba su azúcar a precio de mercado y venderle cara la tecnología soviética.

En su carta a la Tricontinental de 1967, pocos meses antes de morir, el Che, tras denunciar al imperialismo y abogar por “crear dos, tres, muchos Vietnam”, decía cosas como esta sobre el papel de China y la URSS en el conflicto: “También son culpables los que en el momento de definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio socialista”.

Muchas veces se ha criticado a Cuba por haber apoyado -tras fuerte discusión interna- la invasión soviética de Checoslovaquia en ese 1968, pero menos quieren recordar los nostálgicos del estalinismo que en ese mismo discurso de Fidel del 23 de agosto en el que anunció ese apoyo, también dijo cosas como esta: “¿Serán enviadas también las divisiones del Pacto de Varsovia a Vietnam si los imperialistas acrecientan su agresión y el pueblo vietnamita solicita su ayuda? ¿Se enviarán las divisiones del Pacto de Varsovia a Cuba si los imperialistas yankis atacan a Cuba?

La tensión entre Cuba y la URSS fue máxima aquel 1968. En enero la URSS había reducido su suministro de petróleo a la isla en una evidente muestra de su desacuerdo y presión por el cariz independiente en política exterior que pretendía mantener La Habana, que chocaba frontalmente con la postura soviética de coexistencia pacífica.

Poco después y ante el Comité Central del PCC Fidel Castro denunció con dureza la acción de la llamada Microfracción prosoviética surgida en su seno y liderada por Aníbal Escalante , sumamente crítica con el gobierno revolucionario cubano, al que seguía llamando pequeño burgués y contra el que conspiraba.

Toda esa polémica era seguida de cerca por la izquierda latinoamericana. En varios PC de la región se produjeron escisiones que terminaron convergiendo con otras fuerzas de izquierda en la formación de nuevas organizaciones político-militares.

La militarización cada vez mayor en los países latinoamericanos y la brutal represión a los movimientos sociales hicieron que las organizaciones armadas se convirtieran en los principales protagonistas de la oposición radical a los regímenes autoritarios y militares, movilizando a miles y miles de jóvenes.

La capacidad de movilización del Movimiento por los Derechos Civiles liderado por Luther King -Premio Nobel 1964 asesinado el 4 de abril de 1968- ; el auge del Black Panther Party -que llegó a tener miles de militantes radicales en 43 Estados-; el Mayo francés y las revueltas en cada vez más países, extendieron la idea de que una revolución mundial estaba en marcha y que la victoria era posible.

II
Paradójicamente, mientras buena parte de América Latina vivía desde mediados de los 60 bajo la bota militar, México era considerado todavía un país relativamente estable políticamente, junto a Costa Rica y Chile.

Gobernado por el populista, corrupto y cada vez más autoritario Partido Revolucionario Institucional (PRI) desde 1929, ya antes de Tlatelolco el Estado había comenzado a reprimir brutalmente protestas de los trabajadores ferroviarios y asesinado a líderes agrarios, dejando claro que no aceptaría que nadie alterara sus propias reglas de juego. El PRI se mantuvo en el poder 71 años continuados.

México, la matanza de Tlatelolco

Los primeros incidentes graves de 1968 empezaron con una provocación, ataques de pandillas de delincuentes a grupos de estudiantes universitarios, que dieron lugar a una represión generalizada por parte de los temidos antidisturbios, el Cuerpo de Granaderos, y a la detención de numerosos estudiantes.

La injustificada acción provocó una respuesta masiva de los estudiantes que se lanzaron a la calle y las manifestaciones se hicieron cada vez más multitudinarias y radicales. Nunca antes una convocatoria espontánea como aquella adquiría tal magnitud.

La burocracia política y sindical lo controlaba todo.

Los sindicatos oficialistas, el Congreso del Trabajo, la CTM y la CROM, emitieron comunicados a favor del Gobierno y llegaron a ofrecerse para organizar grupos de choque contra los estudiantes.

El 30 de julio de aquel año la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la más poderosa de América Latina, fue asaltada por el Ejército, deteniendo ese día y los siguientes a miles de estudiantes.

Estimulados por el clima general de movilizaciones estudiantiles en varios países latinoamericanos en ese momento, en El Salvador, Colombia, Brasil, Argentina, los enfrentamientos de miles de estudiantes de la Universidad de Lovaina con la policía en enero, la batalla campal de policías y estudiantes en Roma y Milán en marzo, y el sorpresivo e impresionante Mayo francés, al que seguirían protestas en otros países, los estudiantes mexicanos pasaron a cuestionar completamente el sistema de su país.

El Consejo Nacional de Huelga reclamó la liberación de los detenidos, la sustitución de todos los oficiales participantes en la represión, la supresión del Cuerpo de Granaderos y reformas del Código Penal. El 31 de julio los estudiantes ocuparon la Universidad de Tabasco y días después ya fueron 300.000 los que se manifestaron en el Zócalo.

El 18 de septiembre miles de soldados, apoyados por carros blindados, tomaron por asalto de forma simultánea varias facultades que permanecían ocupadas desde hacía meses, dando muerte a 18 estudiantes desarmados. La violencia se generalizó, los detenidos se contaban por miles.

Pocos días después, a las siete de la tarde de ese fatídico 2 de octubre de 1968 nuevamente miles de estudiantes se dieron cita para protestar en la Plaza de las Tres Culturas -conocida como Tlatelolcopor estar situada allí la iglesia de Santiago de Tlatelolco- y poco después de empezar a hablar el primer orador comenzó sorpresivamente el fuego graneado de los fusiles y ametralladoras semipesadas de cientos de soldados y miembros del Cuerpo de Granaderos apostados en los cuatro accesos de la plaza.

Fue una ratonera. Según el parte posterior del Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, las fuerzas de seguridad habían sido “atacadas por estudiantes con armas de fuego” -hubo solo un militar herido, y por fuego amigo- y en su represión cayeron muertos 20 estudiantes, otros 75 resultaron heridos, y 400 fueron detenidos.

Según The Guardian sin embargo fueron 325 los muertos, cifra que el Consejo Nacional de Huelga elevó a 500.

El gobierno mexicano logró opacar mediáticamente en cierta medida esa matanza con los fastos con los que solo diez días después inauguró los XIX Juegos Olímpicos en el Estadio México 68.

Aún así los propios Juegos no estuvieron exentos de protestas.

Los deportistas afroamericanos Tommie Smith y John Carlos subieron al podio tras ganar el oro y el bronce respectivamente de la carrera olímpica de 200 metros llanos, y cuando sonaron las primeras estrofas del himno nacional de Estados Unidos levantaron su puño enfundado en guantes negros y la cabeza baja en señal de duelo y a su vez símbolo de los Black Panther. Ambos fueron expulsados de los Juegos Olímpicos y vieron arruinadas sus carreras deportivas. Pero su gesto, recogido por las cámaras de todo el mundo, al que siguió días después el de varios otros deportistas afroamericanos, luciendo boinas o calcetines negros, tuvo un gran valor político y mediático.

La impotencia que quedó en el movimiento estudiantil y en las fuerzas de izquierda tras la matanza de Tlatelolco y las miles de detenciones, dio lugar a un auge de las opciones armadas, entre las que destacaron las guerrillas rurales del Partido de los Pobres, de Lucio Cabañas, y la de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, liderada por Genaro Vázquez.

Fueron precedentes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que irrumpiría en escena públicamente muchos años después, el 1 de enero de 1994.

Las puebladas de Argentina, el Rosariazo’ y el Cordobazo

En Argentina, como en varios otros países de la región, también los estudiantes jugaron un papel protagónico -compartiendo en muchas ocasiones las calles con los obreros- en las manifestaciones contra la dictadura militar de Onganía, instalada desde 1966.

Las protestas populares contra la dictadura fueron creciendo durante 1968, aunque fue un año más tarde, en 1969, cuando terminaron estallando violentamente.

Durante ese año -y hasta 1972- tuvieron lugar 19 puebladas, levantamientos populares locales, y en mayo de 1969 fue cuando las protestas callejeras por demandas salariales de obreros de vanguardia de la industria automotriz de la ciudad de Córdoba pertenecientes a la corriente clasista y enfrentada a la mafiosa burocracia sindical peronista, coincidió con las masivas manifestaciones de los estudiantes de la Universidad Nacional del Nordeste en la ciudad de Corrientes.

En esa protesta estudiantil murió un joven estudiante por disparos policiales.

Allí se desató el Rosariazo. Miles de estudiantes de la Universidad Nacional de Rosario salieron en masa también a la calle, y se produjo un segundo muerto, otro estudiante alcanzado por disparos policiales. Tiraban a matar.

Las refriegas con la policía duraron tres días y en ellas murió un tercer estudiante, tras lo cual los estudiantes de Córdoba estallaron también, salieron a la calle en solidaridad con ellos y con los trabajadores cordobeses del combativo SMATA (Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor). En los choques callejeros con la policía murió el primer estudiante cordobés y con ello

se desató el Cordobazo.

La batalla generalizada en la ciudad, con barricadas e incendios en los que lucharon codo a codo estudiantes y obreros, fue sofocada a sangre y fuego, provocando cerca de 30 muertos, numerosos heridos y centenares de presos.

En septiembre de ese año fueron los ferroviarios los que protagonizaron una violenta huelga y ese mismo mes se produjo un segundo Rosariazo.

Se generalizan los grupos guerrilleros

A pesar de que en Argentina ya había precedentes de grupos guerrilleros desde 1959 en zonas rurales del norte del país -los Uturuncos, peronistas, y el Ejército Guerrillero del Pueblo, integrado por argentinos y cubanos que seguían un plan diseñado por el propio Che-, es entre 1967 y 1970 cuando se produce una verdadera explosión de nuevos grupos decididos a enfrentar a la dictadura militar con las armas en la mano.

En 1967 nace el FAL (Frente Argentino de Liberación); en 1968 las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), y en 1969, al calor de las movilizaciones de obreros y estudiantes y la brutal represión aparecen las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).

En 1970 surgen Montoneros (izquierda peronista), y el PRT-ERP, marxista y originalmente trotskista aunque termina renegando del trotskismo, dando lugar a escisiones como el Grupo Obrero Revolucionario, la Fracción Roja o ERP-22 de Agosto.

En Montoneros y PRT-ERP se integrarían posteriormente varios de los grupos armados existentes, pasando a ser los dos principales referentes en el campo de la lucha armada antigubernamental.

Todas estas organizaciones terminaron aniquiladas en la segunda mitad de la década del 70, durante el genocidio que llevaría a cabo una nueva dictadura militar a partir de 1976 y hasta 1983, la encabezada por el general Videla.

Si tanto en México como en Argentina tomaron auge los grupos armados tras la impotencia de la izquierda frente a la brutal represión de las protestas sociales y el generalizado recorte de libertades, el proceso no fue diferente en el resto de la región.

El primer -y único- congreso de la OLAS (Organización Latinoamericano de Solidaridad) que tuvo lugar en La Habana en agosto de 1967 ya había evidenciado la tendencia predominante que seguía la izquierda en esos años 60 posteriores al triunfo de la revolución cubana.

En 1964 habían nacido las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), como respuesta a los bombardeos aéreos ordenados por el gobierno del conservador León Valencia contra las rebeldes repúblicas independientes campesinas y sus milicias armadas, en los que murieron miles de campesinos. Uno de aquellos dirigentes campesinos era Manuel Marulanda, que luego se convertiría en líder máximo de las FARC.

El ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el EPL (Ejército Popular de Liberación), ambos también de Colombia, comenzaron a operar en 1965. En Uruguay se desarrolló el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros; en Venezuela el ELN y las FALN; en Ecuador el MIR, en Brasil el MR-26, Ala Roja, el MR-8, el ALN, el MAR y el PRT; en Chile el MIR y el VOP; en Bolivia el ELN del Che; en Nicaragua el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN); en Guatemala las FAR, el PGT y ORPA; en El Salvador las Fuerzas Populares de Liberación Frabundo Martí (FPL) y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otras numerosas organizaciones armadas que surgirían durante la década de los 70 y parte de los 80 aún.

Los sacerdotes de la Teología de la Liberación

Es también durante el año 1968 cuando aparecen los primeros textos de lo que pasaría a llamarse la Teología de la Liberación, resultante de las puertas que abrió el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965); del surgimiento de las Comunidades Eclesiales de Base y de la Conferencia de Medellín (1968).

Todos estos acontecimientos eran reflejo de esa nueva fuerte corriente que irrumpió en el seno de la Iglesia católica apostando por los pobres y su liberación de la opresión económica y social. Pretendía dar respuesta a los problemas reales de la sociedad, priorizando estas a los abstractos temas teórico filosóficos tradicionales.

En 1968 Nelson Rockefeller, vicepresidente de EE UU durante el Gobierno de Richard Nixon, hizo una amplia gira por América Latina para valorar el estado de las relaciones de los países latinoamericanos con su país, y en el conocido como Informe Rockefeller que presentó en 1969 recomendó muy especialmente estar alertas frente al proceso que se vivía en el seno de la Iglesia católica: “En verdad, la Iglesia puede estar en una posición algo semejante a la de los jóvenes, con un profundo idealismo, pero como resultado de ello, en algunos casos, vulnerable a la penetración subversiva, pronta a llevar a cabo una revolución”.

Rockefeller sostenía que a pesar de que “en el pasado los militares y la Iglesia han defendido codo con codo los valores conservadores” eso había cambiado y que ya solo se podía confiar en los militares.

Dos años antes de su viaje había muerto en combate contra el Ejército colombiano el sociólogo y sacerdote Camilo Torres, el cura guerrillero, un hecho que conmocionó a la sociedad y a la Iglesia, pero que no sería el único caso.

Otros tres sacerdotes, los tres aragoneses, decidieron seguir sus pasos.

Se enrolaron en las filas del ELN en 1969. Eran Domingo Laín, Manuel Pérez y José Antonio Jiménez. Pérez llegó a ser el comandante del ELN durante 15 años y mantuvo una relación dentro de la guerrilla con una monja combatiente, Mónica, con la que tuvo al menos una hija.

Un documental, Liberación o Muerte, recoge sus historias,

Todos ellos formaban parte del grupo Golconda creado por los curas rojos en Colombia.

En 1967 tuvo lugar el encuentro de Obispos del Tercer Mundo, en el cual obispos como los brasileños Heber Cámara o Monseñor Fragoso escandalizaron con sus posturas al clero más conservador. Fragoso llegó a decir: “No tengamos miedo de ser llamados subversivos si nuestra conciencia nos dice que estamos tratando de subvertir un desorden moral que está ahí”.

Esa corriente se confirmaría en 1968 durante la celebración de la Segunda Conferencia del Episcopado Latinomericano que tuvo lugar en Medellín, mientras, con su otra cara, la Iglesia católica daba a conocer la encíclica Humanae Vitae con la que Pablo VI demonizaba el aborto y la píldora anticonceptiva que ya usaban desde hacía años millones de mujeres latinoamericanas .

Dos corrientes internas antagónicas coexistían en la Iglesia católica en aquellos años 60 y 70.

Las Conferencias Episcopales de algunos países, como Canadá o Suecia, criticaron la posición de la Curia romana.

Todavía en el grupo Golconda creado por los curas rojos en Colombia había muchos sacerdotes en los 80. El espionaje militar identificó con nombre y apellidos a al menos otros diez sacerdotes españoles y 19 colombianos integrados supuestamente en la guerrilla, lista que fue reproducida por El País y otros medios españoles en octubre de 1989.

En Guatemala moriría también en 1979 el sacerdote español Gaspar García Laviana, combatiendo en las filas del FSLN contra la dictadura de Anastasio Somoza.

Fueron muchos los curas rojos asesinados por identificarse con la iglesia de los pobres, entre ellos el arzobispo salvadoreño Óscar Romero, en 1980, o los cinco jesuitas españoles y un salvadoreño asesinados en El Salvador en 1989.

En 1984 el cardenal Joseph Ratzinger, al frente en ese momento de la Congregación para la Doctrina de la Fe -heredera de la Inquisición-, decía en un documento sobre aquellos años de auge de la Teología de la Liberación de los 60 y 70 y parte de los 80: “Fueron el marxismo y el neomarxismo las doctrinas que sirvieron a los nuevos teólogos para sustituir el magisterio eclesiástico por una nueva interpretación del evangelio”.

El hombre que persiguió más tenazmente a los sacerdotes obreros, a los curas rojos, se convertiría 21 años después, en 2005, en Benedicto XVI, el nuevo papa.

La dura derrota que las dictaduras militares lograron infligir a esa izquierda radical de los 60, 70 y parte de los 80 dejó profundas secuelas en la región. El movimiento de la Teología de la Liberación también sufriría un gran declive.

A la represión de las dictaduras locales sufrida por los religiosos que se unieron a esa corriente se sumó la contraofensiva de los sectores más conservadores de la Iglesia católica por un lado y la expansión generalizada de las iglesias ultraconservadoras evangélicas por otro.

Es difícil encontrar un claro hilo conductor entre aquella rebeldía, aquellas izquierdas radicales anticapitalistas de los 60 y 70 y parte de los 80 a la ola que desde fines de los años 90 y por más de una década llevó al poder a gobiernos progresistas en buena parte de los países de América Latina y el Caribe.

Sin embargo, su influencia parece innegable, y parte de esa generación se integró en los nuevos movimientos sociales y políticos años después.

De hecho, José Mújica, presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, fue miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros en los años 60 y 70 y pasó 15 años en la cárcel; Dilma Roussef, presidenta de Brasil entre 2011 y 2016, fue miembro de COLINA y VAR Palmares, organizaciones armadas referentes de la izquierda brasileña y estuvo tres años en prisión; Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia desde 2006, fue cofundador en los 80 del Ejercito Guerrillero Tupak Katari; Daniel Ortega fue en los años 70 y 80 líder máximo líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional; Salvador Sánchez Cerán, presidente de El Salvador, perteneció en los 70 y 80 a las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL); Raúl Castro, presidente de Cuba, también tiene un pasado guerrillero, como lo tenía su hermano Fidel.

Esos son hechos que dan por tierra con esa idea que muchos pensadores neoliberales han intentado transmitir de que aquella rebelión global del 68 fue solo un iracundo brote juvenil, pasajero e irrepetible.

A pesar de los reflujos y los cambios en estos cincuenta años transcurridos ha habido también flujos, y ese espíritu del 68 se reconoció en el 15-M; en el Occupy Wall Street; como es reconocible igualmente en el Black Lives Matter, en el Me Too y en tantos otros movimientos sociales radicales, feministas, anticapitalistas, que cuestionan de arriba a abajo el sistema.

*Roberto Montoya, periodista y escritor, es miembro del Consejo Asesor de viento sur.

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